"Me han encontrado los que no me buscaban, me he manifestado en los que no preguntaban por mi" (Rom 1, 18; 10, 20)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

LA IGLESIA Y LOS POBRES EN EL CONCILIO VATICANO II


Reflexión de Félix Felipe.

El problema de los pobres siempre ha estado presente en la tradición viva de la Iglesia, aunque hay que reconocer que la sensibilidad eclesial hacia ellos y la forma concreta de abordarlo ha variado en las distintas épocas de la historia. El siglo XX es el siglo en el que pone en marcha un movimiento de conversión al pobre, y en tiempos del Concilio ya se hablaba de “la Iglesia de los pobres” y a favor de los pobres (Louis-Joseph Lebret; Mons. Ancel, J. Dupont…), y aparecen una serie de libros, que marcaron a muchos cristianos. He aquí, algunos más leídos: “Los pobres, Jesús y la Iglesia” de Paul Gauthier, 1964; “Misión y pobreza” de Mons. Mercier y M. J. Le Guillou 1966; “En el corazón de las masas” de R. Voillaume 1957. En esta línea importante fue la frase del discurso del Papa Juan XXIII, pronunciado (11-IX-1962), llamando a ser la Iglesia, “Iglesia de los pobres”: “Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente la Iglesia de los pobres”. Esta frase repercutió con fuerza en Medellín y en la vida de la Iglesia latinoamericana. Se puede pensar que, dada la importancia del Papa “ser Iglesia de los pobres” y la importancia que tuvo el tema de los pobres en los debates conciliares, se le ha dado un lugar muy modesto y de poco relieve en la Constitución. Pero la importancia de una enseñanza, opina Dupont, no se mide por el número de líneas. El pasaje es breve, pero tiene un gran valor y presenta lo esencial del mensaje revelado sobre el tema. Hay unanimidad entre los comentaristas en señalar que el texto fundamental es LG nº 8, inserto en el Cap. I, dedicado al misterio de la Iglesia. Y, precisamente, cuando se contempla la corporeización institucional de la Iglesia, LG recuerda a la Iglesia la necesidad de que sea pobre precisamente para que pueda cumplir su misión, la cual está orientada a la evangelización de los pobres.
Para comprender mejor la perspectiva de nuestro texto será muy útil recordar las etapas de su elaboración.

Carta de Lucio Y MAÑANA NAVIDAD. RENACER CON EL QUE NACE


Se ha cumplido el tiempo. Muchas de las esperanzas que pusimos en este Adviento del 2012 se habrán cumplido. Otras tendrán que esperar algún tiempo o esperar tiempos mejores. Es posible que muchos, especialmente los pobres y cuantos sufren, hayan de seguir esperando contra toda esperanza. El Concilio, del que estamos celebrando el 50 aniversario, dejó para la historia y para la tarea esta frase inspirada sin duda por el Espíritu del Señor: “Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar”. G.S. 31. ¿Quién lo hará? ¿Qué esperanza les es posible a los pobres de la tierra? ¡Como debiéramos los creyentes implicarnos en las grandes causas de la humanidad, y poner en ellas un poco de esperanza!

Tú y yo somos también personas de esperanza y de esperanzas. Sin duda Dios nos ha bendecido ya con el cumplimiento de alguna de ellas. Piénsalo. Si dicen que todo niño viene a este mundo con un pan debajo del brazo, este Niño que ahora nos nace no va a ser menos. ¡Nos trae tantas buenas nuevas! ¡Él es la Buena Noticia de Dios! Tenemos todo un año por delante para irlo saboreando. Estos días, en medio de los cantos, fiestas, música y villancicos, regálate momentos de silencio para escucharte a ti mismo o a ti misma y ver qué esperanzas se han ido cumpliendo y cuáles están en tu horizonte próximo. Escucha en el silencio tus esperanzas cumplidas (“¡en medio del silencio el Verbo se encarnó!”), y si hubo en ellas presencia de algunas personas que ayudaron a su realización, ¡dales las gracias! Puede ser la buena noticia para ellos esta Navidad.

Y por fin, sal de ti, no te encierres en ti misma o en ti mismo. Porque tienes capacidad y valores para poner esperanza, gozo, aliento, paz y serenidad en otros. Tienes una sonrisa preciosa. Unas veces serás tú quien te acerques a una persona o situación. Otras serán ellas quienes te gritarán, desde su dolor e indigencia, que necesitan de ti. Y esas esperanzas no quedarán defraudadas, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

A las puertas del misterio de Belén, aprovecho la ocasión para decirte desde esta carta, a ti y a los tuyos: ¡Feliz Navidad de Dios en vuestros corazones!

Carta de Lucio Adviento 2012. AQUELLA IGLESIA DEL CONCILIO


Celebramos hoy el Día de la Iglesia Diocesana, una de las novedades eclesiológicas del Concilio Vaticano II, del que estamos celebrando el 50 aniversario de su inauguración. Bien venidas sean estas “Bodas de Oro”, si nos animan a retomar “el amor primero”, es decir, aquella ilusión que el Concilio puso en muchos de nosotros, y que hoy anda un tanto defraudada. La de aquellos años del postconcilio en los que se formó y ordenó mi “generación perdida”.

La Diócesis es una porción del Pueblo de Dios del que Cristo es la cabeza, cuya condición es la libertad y dignidad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo. Tiene por ley el mandamiento nuevo del amor, y como fin el dilatar más y más el Reino de Dios. De este Pueblo se sirve Cristo como de instrumento de la redención universal, y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra. Y no hay miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo. Eso dice el Concilio.

En este Pueblo de Dios, expresión relegada al olvido, el Espíritu Santo derrama, con abundancia y gratuidad, todos sus dones y carismas, que se posan y reparten, como Él quiere, sobre la comunidad de los que han sido configurados con Cristo en el Bautismo, unción y dignidad ontológica mayor de la cual no hay ninguna otra, y en la que cada uno, con el don que ha recibido, se hace siervo por amor de los demás, a imitación del único Maestro y Señor, que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida por todos, con una preferencia entrañable hacia los pobres y pecadores.

Un solo cuerpo y un solo Espíritu, una misma esperanza, un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios Padre de todo y de todos. Ésa es la Iglesia de todos los tiempos.

En el lenguaje eclesiástico, cuando un obispo va a una Diócesis, se dice que “ha tomado posesión de la Diócesis”. En correcto espíritu conciliar debiera decirse que “la Diócesis ha tomado posesión de su obispo”.

Dice un amigo mío, cargado ya de años de servicio a nuestra Diócesis, y cargado también de sabiduría y bondad, que no cesa de dar gracias a Dios por su primer destino de cura en un pueblo. Allí, aquellas buenas gentes le hicieron cura, aprendió de sus penas y alegrías, de los vetustos libros parroquiales, y hasta de las visitas al cementerio, que “la parroquia eran ellos”, que ellos eran y seguirán siendo, la Iglesia de Cristo, y él un enviado a quererles y servirles lo mejor que supiera. Que allí estaban ellos cuando él llegó, y que, cuando él se fué, la parroquia siguió allí, como lo estaba desde hacía siglos, y que de sus años en aquel bendito lugar quedaría lo que amó y lo que sirvió, y el testimonio humilde que pudo dar de su Señor Jesucristo y de su buena noticia para los más pobres y necesitados. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Por los años que hace que pasó aquella etapa, y por los años que hace que conozco a mi ya anciano amigo, puedo decir que Dios le ha mantenido en aquel amor primero y en aquella radical actitud de servicio humilde. Hombres santos como él dan su vida y dan vida a las comunidades, a la diócesis y a la Iglesia. Ojalá esa lección la viviésemos todos, obispos y curas, y el Espíritu siguiese rompiendo, como hizo el Concilio, los viejos esquemas de una iglesia pirámide para entrar por la puerta de una Iglesia toda elle Pueblo de Dios, servidora y pobre

miércoles, 7 de noviembre de 2012

SANIDAD Y ENSEÑANZA. COMPARTIR: OTRA POSIBILIDAD:

Antonio Calvo. Zaragoza 10-09-2012

Estamos inmersos en un profundo mar de injusticias. Nada nuevo. Aquí y allí se van encrespando las circunstancias y borrascas de indignación levantan rachas de vientos enfurecidos. Son síntomas de un malestar general y creciente, pero no parece que golpeen ningún punto crucial del desorden establecido.

A mis años, no creo posible un cambio social, sin un cambio personal. Estarnos en una guerra no declarada, pero muy planificada, y me parece una ingenuidad, lamentable, pretender desmontar este desorden con pataletas y chispazos reactivos, aunque sean muy comprensibles. Sin una permanente revolución personal, una conversión que nos lleve a un empeño incesante de transformación social, tenemos la guerra perdida por mucho tiempo. Los mercaderes se han organizado muy bien, y no van a dejar perder sus privilegios fácilmente. Por otra parte, el afán de propiedad y de poder, el individualismo, el egoísmo, en todas sus formas, no es patrimonio de los poderosos triunfantes, de los que se han llevado el gato al agua. Muchas víctimas del desorden son también víctimas de conciencia de este desorden establecido, lo llevan como un cáncer, silencioso e invasor, en sus deseos. Anhelan el bastón de mariscal, ser poderosos.

Mantengo la convicción de que la única alternativa al desorden: individualista o colectivista, es una búsqueda firme, fiel, no violenta, pero dispuesta a dejarse la vida, estratégicamente bien planteada, de la fraternidad universal. Es algo irrenunciable. Durante millones de años de selva y otros de ojo por ojo, cansados de tanto tuerto, hemos ido aprendiendo que no hay otro camino. Pero, nuestras miserias, y el sometimiento a las miserias de miserables más poderosos, nos· han llevado al callejón sin salida en el que estarnos instalados.

La alternativa, una vez más, es tomar partido: poder para servir, a la dignidad personal y universal de cada uno de los hombres -varones y mujeres-, para ir poniendo en pie los derechos humanos, sin manipulaciones; o, poder para someter, para pisotear a las personas. No hay esclavitud, si no hay esclavos. Siempre es tiempo de insumisión. Las injusticias que no se combaten, todas, acaban haciendo imposible la paz, la verdad, la belleza, la universalidad del bien. Todos somos responsables del desorden en la medida de nuestro poder. Es menester luchar, pero sin olvidar que, sin misericordia, no hay justicia.

El único partido a la medida de nuestra dignidad personal es la fraternidad,  universal. ¿Por qué no dejarnos de abanderar intereses partidistas? ¿Por -qué no optamos con firmeza y coraje por desalambrar nuestras conciencias? Cada cual debe responder. La tarea es dura y de fondo. Nada mejor será posible sin una estrategia de amor, es decir, sin buscar nuestro bien a través del bien de los demás, de todos. La política y la ética no deben separarse, si queremos que ignorantes y mercaderes desaparezcan de la organización de este mundo.

Como creo que el movimiento se demuestra andando y que la verdad del hombre es lo que decide hacer, propongo otra posibilidad a la huelga: compartir el trabajo con quien no tiene:

  1. En la Sanidad, el que ocupa dos empleos, en la pública y en la privada, o hace peonadas, que renuncie a uno de ellos, y a las peonadas, con la condición de que su lugar lo ocupe una persona cualificada para realizarlo, preferentemente joven, en paro.
  2. En la Enseñanza, quien tenga más de 55 años, y no tenga que pagar vivienda, ni otras necesidades básicas, ni hijos u otras personas a su cargo, que renuncie al 30% de su jornada laboral, con la condición de que estas tareas las realicen jóvenes cualificados en paro.
Son maneras modestas de romper, desde dentro, lógicas inaceptables basadas en criterios económicos mal orientados desde el punto de vista humano, como: más alumnos por clase, más horas de trabajo, menos sueldo.

Me parece necesario ir creando una cultura de la desapropiación, del compartir, del vivir bien con lo suficiente, de aprender a vivir en un mundo en paz fruto de la justicia que proviene de la fraternidad. Disfrutar de no estar rodeados de excluidos, de explotados, de parados, de ambiciosos, de consumidores compulsivos, de amedrentados.

Creo que estas actitudes no violentas son más capaces de derribar a los poderosos sin escrúpulos, que se crecen y justifican, sin embargo, en la competitividad, en la  rivalidad, en la desunión y en el miedo que provocan.

Creo, así mismo, que los sedicentes ·cristianos, o los sedicentes socialistas, o cualquier creyente en las personas o en Dios, tienen una gran responsabilidad en estas transformaciones necesarias.

Sin anuncio, es decir, sin vivir fraternalmente, la denuncia es sólo hipocresía. La actitud reivindicativa, sin más, me parece cómoda e inútil. Sí queremos romper este desorden basado en el egoísmo y la rivalidad, no veo otro camino que ir creando una cultura personal y social del compartir. Este anuncio se irá convirtiendo, frente a políticas serviles y desorientadas humanamente, en la mejor denuncia.

martes, 3 de julio de 2012

Mística de los ojos abiertos, para una acción profética liberadora


 Félix Felipe
 La crisis económica, que está golpeando nuestra sociedad, puede volvernos más ciegos de lo que ya estábamos. Ceguera, que nos incapacita percibir los signos del reino de Dios. En nuestra sociedad una de las cosas que más necesitamos son personas lúcidas, místicos de ojos bien abiertos; este sí que sería un buen servicio a nuestro mundo, y de un modo especial al pueblo sencillo y débil, sumido en profunda oscuridad y herido gravemente en su esperanza.
Una de las grandes afirmaciones que nos dejó el Concilio fue ésta: “Es propio del pueblo de Dios… discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios.” (GS. 4, 44). Jesús invitó a Nicodemo a escuchar la voz del Espíritu: “El viento sopla donde quiere; oyes su rumor; pero no sabes ni de dónde viene ni a donde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu” (Jn. 3, 8).
Hoy se nos hace la misma invitación, en nuestro tiempo tan aturdido por la crisis. Pero, con una particularidad: el viento del Espíritu no es un viento poderoso, ni los tiempos nuevos llegan con los vendavales. El soplo es más bien suave, como el susurro de la brisa (1Rey. 19, 9-13). Hay que escucharlo en la “voz de un silencio tenue”. Los cristianos y la comunidad cristiana han de saber identificar la voz del “viento de Dios”, averiguar dónde sopla y en qué dirección para dejarse mover por él y no por otros “aires”.
En nuestra sociedad y en nuestra Iglesia se están dando vientos de renovación, impulsados por el Espíritu. El soplo del Espíritu viene envuelto de vientos recios que recorren nuestro mundo; unos vienen chocando, otros sorteando y luchando contra corrientes muy poderosas, que pretenden sofocar el “soplo del Espíritu” para perpetuar el desorden establecido en que vivimos.
Discernimiento.
En el discernimiento se trata de indagar cómo va la historia respecto al Reino de Dios que ya está presente. Es decir, vislumbrar como vamos respecto a la justicia: “En aquellos días y en aquel tiempo brotará a David un vástago legítimo que impondrá en el país la justicia” (Jer. 33, 15). “El Espíritu del Señor en él reposará…juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los humildes de la tierra; herirá al viento con la vara de su boca…la justicia será su ceñidor” (Is. 11, 4-5); evaluar si hay buenas noticias para los pobres: “El Espíritu del Señor estás sobre mí, porque me ha consagrado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos y a proclamar un año en el que el Señor concederá su gracia” (Lc. 4, 16-19); verificar, si se va realizando la inversión de papeles que se nos anuncia en el “magníficat” (Lc. 1, 46-55); comprobar como marcha la fraternidad humana.
La mística de ojos abiertos necesita del discernimiento, que nos capacite para percibir las señales del Reino en medio de las ambigüedades de nuestra vida. La comunidad cristiana y los cristianos/as debemos ser como el “radar”, como el “vigía” que señala por dónde va el Espíritu liberador y por dónde el espíritu que engendra ceguera y esclavitud u opresión.
Como ya hemos afirmado, la crisis puede volvernos más ciegos, incapacitarnos para ver la luz, la verdad.
Los pobres.
Los pobres son signo profético privilegiado de discernimiento y, según Jesús, su signo mesiánico: “Juan, que estaba en la cárcel, oyó hablar de los hechos de Cristo y le envió unos discípulos suyos para que le preguntaran: ¿Eres tú el que tenía que venir, o debemos esperar a otro? Jesús les contestó: Volved a Juan y contadle lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y felices para aquellos para quienes yo no soy causa de tropiezo!” (Mt. 11, 2-6).
Los pobres, desde la perspectiva bíblica y desde la sabiduría de la Tradición de la Iglesia, no son sólo un fenómeno económico, social, cultural, político, ético, son también una realidad teológica, un misterio de fe y de liberación, una realidad espiritual.
Los pobres, misterio de fe y de liberación. Sin duda, un misterio oscuro y escandaloso, ya que son encarnación existencial de Cristo crucificado: “Porque mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros anunciamos a Cristo crucificado que para los judíos es una piedra en que tropiezan, y para los paganos es cosa de locos”. Pero para los que Dios ha elegido, sean griegos o judíos, ese Cristo es poder y sabiduría de Dios, y es que lo que en Dios parece absurdo, es mucho más sabio que lo humano, y lo que en Dios parece débil, es más fuerte que lo humano…” (1Corint. 1, 22-24).
El sufrimiento humano que está provocando las actuales desigualdades es memoria sangrante de la pasión de Jesús y actualización del calvario. Los poderosos de nuestro mundo tratan de ocultar con diversas estrategias cada vez más sutiles y no fáciles de discernir.
Desde Jesús crucificado y resucitado los pobres, que están padeciendo las consecuencias de un orden injusto, se convierten en signo privilegiado, profético liberador, radical y global, es decir, a nivel personal, social, económico, político, cultural y espiritual. Los pobres, como pueblo crucificado, cargan con el pecado del mundo, son signo de los dioses de la muerte. Con ellos el Crucificado se solidariza, ya que sufren la pasión, provocada por el mismo enemigo que le condenó. Al identificarse con ellos los hace sacramento de su presencia, como juez salvador y liberador en medio del mundo: “Cuando el Hijo del hombre venga con todo su esplendor dirá…os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mi me lo habéis hecho” (Mt. 25, 40). El colectivo de los pobres, pueblo sufriente, es signo del Dios liberador, a través de ellos nos está diciendo algo de nuestra sociedad, algo de lo que necesitamos ser salvados, liberados y nos marcan una dirección.
Traen la luz y la verdad. “Yo, el Señor, te llamo con amor y te convierto en luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos y saques a los presos de la cárcel, del calabozo a los que viven a oscuras” (Is. 42, 6-7). Desde la luz poderosa, proveniente de los pobres, se iluminan las tinieblas de nuestro mundo. Luz, que tratan de ocultar los poderosos: banqueros, directivos de bancos centrales y políticos que comparten con ellos su ideología. Es el ídolo del Mammon.  La crisis que padecemos ha puesto de manifiesto al verdadero absoluto de nuestro mundo: el capital. La realidad fundante que determina todo ya no es Dios,, sino la economía convertida en Mammon: dios, el cual tiene un gran poder, y una gran capacidad de provocar ceguera en el pueblo con su fuerza de seducción. Es la bestia de la que nos habla la Apocalipsis (Apoc. 13, 1ss).
La mera presencia de los pobres es lo que puede desenmascarar a nuestro mundo, pues son la “verdad”. De los pueblos crucificados proviene una poderosa luz que ilumina las tinieblas de nuestro mundo. En el análisis de la realidad de los pueblos crucificados se nos da la medida de la salud de nuestro mundo en el nivel humano y ético. El descubrimiento del sufrimiento de los pueblos empobrecidos es trágico, pero necesario y saludable. La tentación es no querer mirarlo, porque la luz siempre hace daño a los ojos enfermos.
Traen la salvación: “Justificará a muchos” (Is. 53, 11). Porque el pueblo crucificado afirma y manifiesta la existencia del pecado del mundo y nos invita a la conversión, diciéndonos algo de lo que necesitamos ser salvados:
  • Ser liberados de la idolatría del dinero.
  • De nuestros muros y barreras.
  • Del estrecho particularismo ético, que va estrechando cada vez más los lazos de la solidaridad hasta reducirla a los miembros de la misma profesión, de la misma clase, del mismo credo religioso. Los empobrecidos quedan excluidos de dicha solidaridad.
Nos marcan una dirección:
  • Una cultura del reconocimiento de los otros y de la acogida a través de la integración y de la colaboración. No basta el antirracismo, se necesita una voluntad de convivencia en un nuevo orden multiético, multicultural y religioso.
  • Los valores de solidaridad contra el individualismo, el servicio contra el egoísmo, la sencillez contra la opulencia.
  • Un amor grande abierto al perdón de los opresores; que no quiere triunfar contra ellos sino compartir con ellos y crear juntos un futuro distinto. Perdón, que introduce en el mundo opresor esa realidad tan humanizadora como es la “gracia”.
  • Una sociedad humana y humanizadora, y lo será en la medida en que se atienda a los pequeños de modo estructural; en la medida en que se entre en contacto fraternal los unos con los otros.
La utopía del pueblo crucificado.
El pueblo denuncia la cultura de la satisfacción, orgullosa, autosuficiente y reclama otro paradigma: la civilización de la pobreza, la sabiduría del pobre, un humanismo de humildad, como la única forma de hacer real en nuestro mundo la civilización del amor y de la solidaridad.
Civilización de la pobreza donde la pobreza ya no sería privación de lo necesario, sino un estado universal de cosas en que esté garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales. Y es una necesidad para que nazca el espíritu, que ya no se vea ahogado por el ansia del tener más que otro; que rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del crecimiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización.
En la civilización de la pobreza se insiste no sólo en una posibilidad de vida para las mayorías, sino en la posibilidad de un modo de vida, realmente humano y fraterno.
Es también una civilización abierta a la transcendente, al misterio. Nuestro mundo y la Iglesia tienen necesidad de la presencia y protagonismo del carisma de los pobres, esto es, “algunos son llamados a vivir como ellos”; su manera de vivir, de comportarse, de actuar son todo un interrogante profético.
La civilización de la pobreza no es pauperismo, ni desprecio de las cosas. Es ver en la pobreza algo positivo, es solidarizarse con las víctimas e inyectar unos valores. La pobreza evangélica no condena la riqueza, ni la técnica, sino que las libera del virus mortífero de la codicia, avaricia, ambición y las transforman en sacramento del amor y de la solidaridad; en manifestación de la generosidad y ternura de Dios Padre. La utopía en la lucha contra la pobreza no es poner a los pobres en lugar de los ricos, sino crear una comunidad fraterna donde reine la igualdad entre todos.

jueves, 28 de junio de 2012

Escuela Diocesana de Formación Social


La Escuela Diocesana de Formación Social de Zaragoza, nació a la luz de la revisión del Sínodo Diocesano, como un servicio al crecimiento de la conciencia social de los cristianos, a fin de avanzar en una Iglesia abierta y sensible a lo que acontece a los hombres y mujeres; una Iglesia abierta al mundo como "luz y fermento transformador".
Se trata de una iniciativa laical, asumida por la Delegación de Apostolado Seglar, porque los laicos nos sentimos corresponsables en la tarea evangelizadora de toda la Iglesia. Nuestras motivaciones arrancan de nuestra propia identidad cristiana y diocesana: la fe como realidad que abarca todas las facetas de la vida. Creer tiene una dimensión personal, familiar y eclesial, pero también social y política.
Nuestra originalidad: acercar la formación a los cristianos a las parroquias, cuidando de formas especial la mística y la participación y protagonismo de los propios seglares.
Es necesario, por tanto formar a los cristianos en esta dimensión social para que participen en la vida pública. Así nos lo indican, por ejemplo: el Papa Juan Pablo II en Christifideles laici, 60; el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) del Pontificio Consejo de "Justicia y Paz" (528-530); la Conferencia Episcopal Española en "Cristianos laicos, Iglesia en el mundo", 52; La Pastoral Obrera de toda la Iglesia, 30; La CEAS: Guía-marco para la formación de los laicos, págs. 17-27, 29-34 Y 34-44….

La Escuela de Formación Social: Vigía al servicio de la diócesis
Desde la escuela de formación de la dimensión socio política de la fe estamos convencidos de que la problemática del mundo y de los hombres y mujeres de nuestro tiempo constituyen asimismo los problemas de la Iglesia y de las personas cristianas. Y también de que la evangelización requiere partir de la lectura de la realidad, de acercarnos al mundo que queremos evangelizar. De ese modo podemos descubrir las llamadas y los peligros; los retos y las tentaciones para la fe cristiana.
En ese sentido, la Escuela está llamada a desempeñar una especie de ministerio, que podemos denominar como de “vigía”, haciéndonos eco del pasaje de Isaías: “Alguien grita desde Seir: Vigía, ¿qué queda de la noche? Vigía, ¿qué queda de la noche? Responde el vigía. Vendrá la mañana y también la noche” (Is.21, 11-12).
En esta noche oscura en que nos ha tocado vivir, la función de la Escuela de Formación Social puede ser la de ayudar a las parroquias, comunidades, movimientos, grupos, asociaciones… a reflexionar los acontecimientos concretos que nos toca vivir, y que a veces parecen desbordarnos y dificultar nuestra tarea evangelizadora. Por otra parte, ayudar a contextualizar el evangelio, ayudando a aplicarlo a la realidad concreta, descubriendo su fuerza como palabra siempre viva.
Esta tarea nos parece todavía más esencial al hilo del Plan Diocesano. Por eso desde la escuela ofrecemos a todas las parroquias, comunidades, asociaciones, grupos y movimientos la posibilidad de complementar sus actividades a través de una amplia oferta formativa en temas relacionados con la Doctrina Social de la Iglesia, la lectura y el discernimiento de la realidad y los acontecimientos sociales; ya sea a través de charlas, cursos, ...

Para poneros en contacto con nosotros:  eformacionsocial@gmail.com